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Índice de El misterio de la oración   

 

 
Capítulo 6
La inteligencia no es suficiente para crear la verdadera felicidad
Pero como un ser, incluso con una gran inteligencia, no puede ver él mismo lo que es la verdad absoluta, tiene que vivir según la filosofía originada por su propia inteligencia incipiente. Como esta filosofía no se basa en las prescripciones religiosas autorizadas y tampoco puede basarse en un conocimiento cósmico superior de los análisis absolutos de la vida, sólo puede basarse en los fenómenos y experiencias más dominantes en la vida común cotidiana entre los hombres. Y, para la todavía débil facultad de la inteligencia, estos fenómenos y estas experiencias sólo pueden manifestarse con el concepto: «Que cada cual piense en sí mismo».
      Pero como esta filosofía es exactamente lo contrario del resultado que expresa el único camino hacia la felicidad, a saber: «Que cada cual piense en su prójimo», cada ser que vive según el primer concepto más tarde o más temprano entrará en colisión con las leyes, que son una condición para la felicidad futura y perfecta del hombre terreno. Se presentan enfermedades, amor desdichado, discordias en la familia, luchas por la economía o muchas otras de las dificultades que surgen en la vida cotidiana, y combatirlas excede largamente lo que se puede solucionar por medio de la inteligencia. Y el resultado de esto es la situación que conocemos en la parábola del «hijo pródigo», cuando éste «vuelve en sí» y descubre su propia pobreza espiritual, que, a su vez, hace que todo lo que había en él de envanecimiento y soberbia, que lo condujo lejos de la casa paterna, capitule. Ve que su propio conocimiento, tan alabado o elogiado por él mismo, ni siquiera le pudo dar una existencia tan perfecta y deseable como la de los jornaleros de su padre. Y la humildad, que sólo pide ser uno de los más insignificantes en la casa de su padre, llena toda su conciencia. Se levanta y vuelve a la casa del padre. Y gracias a esta actitud humilde, es decir, gracias al descubrimiento de su propio desvalimiento encontró felicidad y alegría en los brazos de su padre al regresar a su casa.
      De este modo, tenemos una espléndida imagen de la situación del materialista. Mientras el materialista no haya probado la insuficiencia de su propia facultad de la inteligencia para crear la verdadera felicidad, la casa paterna, o sea, todo lo religioso de la existencia, todo lo que se dice sobre una divinidad, sobre una vida tras la muerte, etc. no será nada para él. En la mayor parte de los casos rechazará estos altos temas de la vida de la conciencia. Si, finalmente, ha avanzado tanto que verdaderamente tiene algún interés por estos temas y en una serie de casos puede ver con su inteligencia que contienen la verdad, su actitud materialista dominará, sin embargo, en los casos en que todavía no ha descubierto lo limitado de su inteligencia, sino que cree que todos los problemas de la vida se solucionan exclusivamente con esta facultad. En estos campos, gracias a la desmesurada confianza en su inteligencia o en la idea de su gran capacidad, corrige a todo el que encuentra en su camino, incluso a quienes son autoridades absolutas en estos campos, sí, el redentor del mundo no sería ninguna excepción si le tocase en suerte encontrar a esta efectiva autoridad de la verdad. Corrige, así pues, al «padre» y, por consiguiente, tiene que vivir todavía un tiempo fuera de «la casa paterna», lo cual quiere decir lejos de la verdad absoluta en su corazón, y la consiguiente verdadera alegría de la vida, aunque de manera teórica pueda hacer juegos malabares en su cerebro con algunos de sus análisis.
      Pero vivir lejos de la auténtica verdad en su corazón es lo mismo que carecer principalmente de la facultad de poder practicar su verdadera naturaleza en la vida cotidiana. Y como toda vida que no es una práctica de la verdad absoluta sólo puede existir como una colisión con las leyes de la vida, y estas colisiones, a su vez, sólo pueden dar como resultado lo que se denomina un presunto «destino desdichado», el ser materialista o ateo encontrará necesariamente este destino o se verá envuelto en él. Y entonces sucede que «el hijo pródigo» descubre su propia impotencia y necesita de nuevo al Padre eterno. Y en este estadio del ciclo del «hijo pródigo» encontramos hoy a una gran parte de los denominados hombres «modernos». Estos hombres son, de este modo, seres que hace tiempo han abandonado «la casa paterna», es decir, que han abandonado la fe en lo religioso, que han pasado por un estado ateo y la consiguiente zona de dolor y sufrimiento.


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